LAS REVOLUCIONES BURGUESAS DEL SIGLO XIX
En las primeras décadas del siglo XIX se desarrolló el llamado proceso de restauración, en el cual los gobiernos de los países europeos restablecieron la organización monárquica, para eliminar la influencia que había ejercido la Revolución francesa y la Independencia de Estados Unidos en el pueblo europeo.
La instancia clave de reorganización política tuvo lugar en el Congreso de Viena, llevado a cabo entre 1814 y 1815, donde se buscó un nuevo equilibrio de poderes entre las naciones de Europa una vez derrotado el imperio de Napoleón Bonaparte.
Sin embargo, hacia la década de 1830, la sociedad europea era bastante distinta a la del Antiguo Régimen: muchos campesinos ya no dependían de los terratenientes y, en las ciudades, los obreros y los burgueses eran mayoría.
Todos estos sectores, que habían obtenido algunos beneficios, como el derecho a la libertad y la igualdad ante la ley, no estaban dispuestos a ceder sus conquistas.
Por eso, empezaron a sublevarse, ya fuera para mantener sus derechos o para ampliarlos. A estos fenómenos se les llamó las revoluciones liberales.
A los pilares de la Restauración, absolutismo y legitimismo, se opusieron dos principios revolucionarios: liberalismo y nacionalismo.
El liberalismo era la ideología que defendía las libertades individuales, uno de los valores de la Revolución francesa reprimido por la restauración del absolutismo.
- Una Constitución que naciera de la voluntad del pueblo.
- Un Parlamento que ejerciera el poder legislativo y en el que el pueblo estuviera representado por diputados elegidos por medio del voto libre.
El nacionalismo había nacido en varias zonas de Europa como reacción a la invasión de las tropas napoleónicas. Exigía también la libertad, pero de los pueblos o naciones, y se oponía al principio de la legitimidad monárquica impuesto por el Congreso de Viena.
El nacionalismo se manifestó de dos formas:
Nacionalismo disgregador. Era el de aquellas naciones que en el Congreso de Viena habían quedado integradas en un Estado multinacional y sometidas a un soberano al que no aceptaban como propio y del cual se querían separar. Así ocurría, por ejemplo, con los polacos sujetos al zar.
Nacionalismo integrador. Era característico de aquellas comunidades que se consideraban pertenecientes a una misma nacionalidad, cuyos miembros estaban repartidos en diferentes estados.
Su voluntad era unirse y formar un Estado nación. Era, por ejemplo, el caso de los italianos, que estaban divididos en siete estados distintos.
En el siglo XIX hubo tres oleadas revolucionarias: la de 1820, la de 1830 y la de 1848. El concepto de oleada se utiliza porque de forma habitual la revolución empezaba en un punto concreto, generalmente en Francia, y de allí se extendía a otros países.
En estas revoluciones actuaron frecuentemente unidos el liberalismo y el nacionalismo, predominando uno u otro, pero también fueron protagonistas los ideales democráticos.
Liberales y demócratas se distinguían sobre todo por el tipo de sufragio que reivindicaban:
Los liberales defendían el sufragio censitario o restringido.
Para estos, que protagonizaron las primeras revoluciones, sólo debía tener derecho a voto quien figurara en un censo de propietarios contribuyentes en relación con su renta, lo que excluía a las clases populares.
Por eso se identifica el liberalismo como ideología de la burguesía, que era la clase dominante.
Los demócratas preferían el sufragio universal.
Consideraban que todos los hombres tenían derecho al voto, independientemente de la renta, aunque hay que señalar que en el siglo XIX todavía se negaba este derecho a las mujeres.
A comienzos de la década de 1820 se produjeron los primeros ataques al sistema de la Restauración, impulsados por las ideologías liberales y nacionalistas:
De carácter liberal fueron los levantamientos que comenzaron en diferentes puntos de Europa, como España o Italia, contra el absolutismo y en defensa de la Constitución.
La Santa Alianza, según los objetivos previstos en su fundación, actuó para reprimirlas y todas las revoluciones acabaron fracasando. Inspirado por el nacionalismo, se produjo la insurrección de los griegos contra los turcos en 1821.
Tras una larga y sangrienta guerra, Grecia obtuvo su independencia en 1830.
En 1830, la revolución volvió a estallar en Francia. El motivo fue la decisión del rey Carlos X de suspender la Carta otorgada de su antecesor, Luis XVIII.
Durante tres jornadas del mes de julio, las Tres Gloriosas, las calles de París se llenaron de barricadas y el pueblo reclamó el fin de los Borbones. Carlos X, que probablemente tuvo muy presente la suerte que había corrido Luis XVI, decidió renunciar.
La Restauración había llegado a su fin en Francia. Luis Felipe de Orléans fue nombrado rey de los franceses.
Había levantado grandes expectativas entre los liberales, pero se limitó a restablecer la Carta otorgada, y algunos gestos de carácter simbólico, como la adopción de la bandera tricolor y el cambio en la moda masculina de la corte: sustituyendo el culotte aristocrático por un pantalón hasta los tobillos de carácter más burgués.
Sin embargo, los obreros y la pequeña burguesía seguían sin ver reconocidos sus derechos. También surgieron movimientos liberales en otros lugares, como Polonia o Italia.
Pero el único éxito duradero fue de naturaleza nacionalista: la independencia de Bélgica, que se separó del Reino de los Países Bajos creado en el Congreso de Viena.
El ciclo revolucionario de 1830 no causó la caída total del absolutismo en Europa y en los lugares donde la Revolución de 1830 triunfó.
Los nuevos gobiernos defraudaron a los sectores populares que los habían apoyado, al establecer regímenes liberales de carácter moderado, porque el poder quedó concentrado en la gran burguesía y las reivindicaciones de los sectores más pobres fueron incumplidas.
Por ello, en toda Europa se volvió a gestar un descontento social que estalló en 1848.
La importancia histórica del ciclo revolucionario de 1848 radicó en que en muchos países europeos hubo considerables cambios democráticos como la organización política del proletariado y la generalización del derecho al voto para la población masculina.
También contribuyó a la reorganización territorial del continente europeo
La oleada revolucionaria comenzó a fines de 1847 nuevamente en Francia, donde existía la presión de sectores populares y de la pequeña burguesía para que el gobierno de Luis Felipe estableciera el sufragio universal y mayores libertades.
Para obtener el apoyo a estas reformas, la oposición empezó a realizar unas reuniones denominadas banquetes.
En un principio fueron toleradas pero, cuando las opiniones empezaron a volverse más radicales, el rey las prohibió a fines de 1847.
La censura de los banquetes ocasionó, el 23 de febrero de 1848, enfrentamientos callejeros con el ejército del rey.
Ante la presión popular, Luis Felipe abandonó el poder y, en abril, fue proclamada la Segunda República.
Pero esta tuvo una existencia muy corta debido a que el sector conformado por obreros y socialistas consideró que las reformas eran insuficientes.
Así, se inició un nuevo levantamiento en junio de ese año. Los sectores conservadores, temerosos de que la revuelta llevara al establecimiento de una República socialista, apoyaron la elección del conservador Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón Bonaparte, quien en 1851 dio un golpe de Estado y se proclamó emperador.
Nuevamente, los sucesos de Francia provocaron una oleada revolucionaria en Europa impulsada principalmente por dos factores:
Los partidos demócratas, que exigían el sufragio universal y las libertades de asociación, expresión y prensa.
Los movimientos nacionalistas, que alcanzaron tal fuerza en Europa, que se calificó esta oleada revolucionaria como la primavera de los pueblos. Los más significativos fueron:
En Alemania, nación dividida en 38 Estados, los revolucionarios se reunieron en el Parlamento de Fráncfort, elegido por sufragio universal, y proclamaron un solo Estado alemán. La corona se ofreció al rey de Prusia, quien la rechazó y la revolución fue sofocada.
En Italia, los territorios de Lombardía y Véneto, bajo soberanía del emperador de Austria desde 1815, se sublevaron.
El Papa Pio VII huyó de Roma, capital de los Estados Pontificios, donde el revolucionario Giuseppe Mazzini proclamó una efímera república. El nacionalismo italiano fue aplastado